La agricultura familiar campesina: Combatir la Macdonaldización

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El modelo industrial, como nueva frontera para el capital

La introducción del capital en la agricultura no es un problema nuevo. La industrialización europea significó ya en el siglo XIX, una transformación profunda del sector. La mano de obra industrial que formó en gran parte la nueva clase obrera se reclutaba en el campo. Nuevas tecnologías agrícolas se desarrollaron para nutrir las ciudades. Profundas crisis afectaron al sector, como en Irlanda. Ya el proceso de acumulación del capitalismo mercantil se había construido en gran parte sobre el producto de las plantaciones de azúcar.

Sin embargo, en los últimos cincuenta años, y de manera acelerada desde los años setenta, hemos asistido en el mundo entero a una concentración creciente del conjunto de la cadena agrícola, desde la producción hasta la comercialización. Los monocultivos se extendieron sobre espacios enormes. Así, en el Paraguay, para la zafra de 2013-2014, solamente para la soja, se utilizó una superficie de 3 300 000 hectáreas, cuando las tierras destinadas a la agricultura campesina fue de 1 243 475 hectáreas (Vera, 2014 junio: 17). Por otra parte, “se redujó el número de operadores, río abajo y de más arriba de los procesos de producción. En otras palabras, la apertura y la integración de los mercados han permitido a las grandes firmas del complejo agroalimentario (productores de fertilizantes, intermediarios comerciales, industria agroalimentaria, grandes cadenas de distribución y además, aumentar su control sobre las cadenas de producción, de transformación y de comercialización” (Delcourt, 2010: 15). Se citan empresas tales como ADM, Cargill, Monsanto, Nestlé, entre otras.

El resultado fue doble: por una parte una disminución fuerte de las unidades de explotación agrícolas y, por otra, la dependencia de los campesinos de las grandes empresas, bajo varias formas: insumos (especialmente semillas), acceso al mercado, subcontratos y demás. En Europa, entre 2002 y 2010, tres millones de granjas cerraron (La Vía Campesina, 2011) y en los continentes del Sur, el proceso se aceleró desde los años noventa.

La lógica del capital no incluye las “externalidades” en sus perspectivas, es decir los daños ambientales y sociales. Solamente se calculan los logros económicos: la productividad, la evolución de los precios, la posibilidad de la especulación; es decir, lo que contribuye a la ganancia y a la acumulación. Los otros costos no son pagados por el capital sino por la naturaleza, por las comunidades, las poblaciones, los individuos. Estos gastos entran solamente en consideración cuando afectan la tasa de ganancia. Es por esta razón que, frente a los efectos de la degradación ambiental, nació hace apenas diez años el concepto de “Economía verde”.

Socialmente, el modelo agroindustrial mata el empleo y está en el origen de las grandes migraciones hacia las ciudades. El número de personas desplazadas se cuenta por millones, especialmente en los continentes del Sur, donde el medio urbano no puede ofrecer posibilidades de empleo, hábitat ni condiciones de vida dignas a los seres humanos. La presión de la Revolución verde de los años ochenta en Asia provocó el empobrecimiento de millones de campesinos, como el suicidio de centenares de millares de pequeños productores en la India, de 3 a 4 por día en Corea del Sur. En el norte, un suicidio cada dos días en Francia.

Desde un punto de vista ecológico, los resultados son también profundamente negativos. La deforestación crece: en Brasil, se han deforestado 240 000 kilómetros cuadrados entre 2000 y 2010. La polución de los suelos y del agua se multiplica. La biodiversidad se destruye. Según una declaración de la FAO con ocasión del día mundial de la selva, en marzo de 2014, los monocultivos, combinados con la extracción de petróleo y de productos mineros, la explotación legal e ilegal de la madera, las represas hidroeléctricas, conducen a la desaparición de la selva amazónica dentro de cuarenta años. Ya en Indonesia y Malasia el 80% de la selva original ha sido destruida por los monocultivos de palma y de eucalipto. Además, la tierra se convierte en commodity, introducida por este medio en la lógica del capital financiero: en el Brasil, 73 millones de hectáreas pertenecen a compañas multinacionales extranjeras.

La producción de monocultivos también ha dado lugar al uso masivo de productos químicos y a la introducción de organismos genéticamente modificados. Todo esto ha sido asociado con un modelo productivista de agricultura, legitimado por las crecientes necesidades, ignorando los efectos a largo plazo y dirigido en realidad por una economía basada sobre el provecho. Las inversiones privadas aumentaron de manera espectacular: de USD 600 000 000 en los noventa, pasaron a cerca de 3 000 000 000 en 2005-2007 (Unctad, 2009).

Durante los últimos años, el acaparamiento de tierras (land grabbing) resultado de la trasformación de la agricultura en una fuente de acumulación para el capital, resultó ser una nueva frontera en tiempos de crisis. Eso significó la expropiación, bajo varios estatutos jurídicos, de entre 30 y 40 000 000 ha —20 000 000 en África— (Delcourt, 2011). La liberalización de los intercambios provocó una explosión de los transportes marítimos (22 000 barcos alto tonelaje atraviesan los océanos cada día) y aéreos, grandes consumidores de materia prima y emisores de gases envenenados. La racionalidad inmediata del capital se transforma en una irracionalidad económica global.

El origen de este tipo de desarrollo se encuentra en un planteamiento filosófico: una concepción lineal del progreso sin fin gracias a la ciencia y a la tecnología, en un planeta inagotable. Esto, aplicado a la agricultura se llamó la Revolución verde. La agricultura campesina, dentro de esta visión de la modernidad, fue particularmente desprestigiada. En esta perspectiva, ella aparece atrasada, arcaica y poco productiva. Por eso hemos asistido durante los últimos 40 años a una aceleración de su destrucción, en la que han intervenido muchos factores. El uso de la tierra para actividades agrícolas ha disminuido ante la rápida urbanización e industrialización. El proceso se acelera en el sur, pero queda importante en el norte. Según Eurostat, el buró de estadísticas de la Unión Europea, entre 2002 y 2010, en Europa, cerca de 3 000 000 de unidades agrícolas han desaparecido, es decir, el 20% (Vía Campesina, 2011).

La adopción del monocultivo ha provocado una enorme concentración de tierras (Unctad, 2009), una verdadera contrarreforma agraria, que se ha visto acelerada en estos últimos años por el nuevo fenómeno de apropiación de tierras, estimado entre las 30 y 40 000 000 ha en los continentes del hemisferio sur, con 20 000 000 en África solamente (Baxter, 2010: 18).

La segunda causa es la lógica de los principios económicos del capitalismo. En esta visión, el capital es el motor de la economía y el desarrollo significa la acumulación del capital. Partiendo de esto, el papel central que tiene el índice de provecho conduce a la especulación. Así, el capital financiero ha jugado un papel fundamental en la crisis de la alimentación de 2007 y 2008. La concentración de capital en el campo de la agricultura significa monopolios. La agricultura se convierte realmente  en una nueva frontera del capitalismo, especialmente con la caída de la rentabilidad del capital productivo y la crisis del capital financiero. Esta orientación fue también el resultado de las políticas promovidas durante veinte años por las instituciones financieras internacionales, proponiendo la extensión del monocultivo para la exportación, con la complicidad de Gobiernos neoliberales.

Evidentemente, en todo el mundo hay movimientos de resistencia campesina contra la dominación de la lógica capitalista en la agricultura. Ellos abordan también otras dimensiones que solamente la defensa de la tierra. Los campesinos protestan contra la deforestación, las represas que inundan millares de hectáreas de selva y de tierras de cultivo, la contaminación del agua por actividades extractivas o industriales, contra el monopolio de la producción de semillas, contra los transgénicos monopolizados por las transnacionales del agronegocio contra la privatización de las selvas. Sus luchas son otro tanto más radicales que se trata de la supervivencia. También, centros académicos de agronomía y ciencias sociales manifiestan una creciente toma de conciencia sobre este problema y están proponiendo soluciones alternativas.

¿Por qué promover la agricultura campesina?

No se trata de un retorno romántico al pasado, ni de transformar los campesinos y los indígenas en pequeños capitalistas. La meta es de reconstruir una sociedad rural. En términos de eficacia, la promoción de la Agricultura Campesina es central, lo que está reconocido hoy en día a nivel internacional. Ella tiene muchas funciones, desde el autoconsumo hasta la alimentación de la población urbana, pasando por la conservación de la biodiversidad y el cuidado de los suelos. Sin embargo, se deben crear condiciones de eficacia, es decir, organizar el acceso a la tierra y al riego, apoyar el carácter biológico de su producción, mejorar sus técnicas y abrir los circuitos de su comercialización, mejorar los viales rurales, sin olvidar muchos aspectos del entorno social y cultural. Son las tareas de una reforma agraria integral y popular.

El papel del Estado es central en la organización de esta última. Él debe en particular garantizar a los campesinos la seguridad de la posesión de la tierra contra el acaparamiento y la concentración de la propiedad. Pertenece también al Estado la responsabilidad de organizar la infraestructura básica del riego, establecer la electricidad, regular el mercado y dar la posibilidad de créditos a la producción de los pequeños campesinos, desarrollar las infraestructuras colectivas (salud, educación, bibliotecas, centros de formación, por ejemplo, a la informática), el transporte y las comunicaciones aseguran condiciones de vida cultural, especialmente para los pueblos indígenas.

Todo el mundo puede ver que no es posible continuar con políticas agrícolas construidas sobre la desaparición de los campesinos. Aún el Banco Mundial publicó en 2008 un informe reconociendo la importancia del campesinado para proteger a la naturaleza y luchar contra los cambios climáticos. Este informe aboga por la modernización de la agricultura campesina, mediante la mecanización, las biotecnologías, el uso de organismos genéticamente modificados, etc. Plantea también una colaboración entre el sector privado, la sociedad civil y las organizaciones campesinas. Pero todo esto permanece dentro de la misma filosofía (Delcourt, 2010), es decir, la reproducción del capital. Este pensamiento desembocó finalmente sobre la propuesta de la “economía verde” de Río + 20, en 2012.

Es evidente que la agricultura campesina tiene que evolucionar en sus métodos de producción, su utilización del agua, su capacidad de acceso al mercado. Eso es posible, pero requiere inversiones. Es el gran desafío de los Estados del sur: escoger la agricultura productivista, aumentando la dimensión media de las explotaciones, o mejorar la agricultura familiar y orgánica. Muchas experiencias de agroecología, de redistribución de tierras, de cooperativas comprueban la posibilidad de la segunda opción.

Podemos concluir que la promoción de la agricultura campesina, lejos de ser un sueño romántico o un regreso al pasado, es una solución de futuro. Primero, es una alternativa para la alimentación mundial que permitirá no solamente acompañar a medio y largo plazo la evolución demográfica, sino también trasformar la dieta humana, saliendo de la “macdonaldización”.

En segundo lugar, la agricultura campesina podrá contribuir a la preservación de la “madre tierra”, reconstruyendo su capacidad de regeneración, y en tercer lugar, ella contribuirá a un equilibrio social y cultural de las sociedades rurales. Ya Carlos Marx había dicho que una de las características del capitalismo era la ruptura del metabolismo (intercambio de materia) entre el ser humano y la naturaleza, porque el ritmo de reconstitución del capital es diferente del ritmo de reproducción de la naturaleza y que solo el socialismo podría  restablecer este equilibrio. Eso constituye la base teórica de lo que hoy se llama el “ecosocialismo” y tiene que ser un objeto central de toda política de búsqueda de un nuevo paradigma poscapitalista. Fomentar la agricultura familiar, campesina e indígena constituye una parte esencial de esta tarea a la escala mundial.

– François Houtart, Profesor en el Instituto de Altos Estudios Nacionales de Quito, Ecuador.

 

source by://ecoportal.net

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